"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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EL CHATARRERO DEL ESPACIO

EL CHATARRERO DEL ESPACIO © Jordi Sierra i Fabra 1981 Habizal frenó los retropopulsores de su nave espacial y los potentes cohetes redujeron su intensidad hasta colocarla muy por debajo de su velocidad habitual. En la inmensidad del infinito, la nave pareció flotar, ingrávida, suspendida en una fantasmagórica e invisible negrura. Por arriba y por abajo, a derecha e izquierda —¿o era al revés? —, rodeándole sobrecogedoramente, el Cosmos se expandía centelleante, poblado de estrellas que titilaban, mundos desconocidos, constelaciones y sistemas fantásticos. Lejanos. Para Habizal, sin embargo, éste era el paisaje de todos los días; así que no se sintió muy impresionado. Lo que había llamado su atención era un “tic” en su pantalla de contactos. Un “tic” muy nítido y claro, metálico, captado por los sensores que rastreaban el espacio. —Vaya, vaya, veamos qué puede ser eso. Pulsó un botón rojo. Al instante, la computadora central de su nave se iluminó. Dirigió el visualizador de larga distancia apuntando a las coordenadas señaladas por los sensores y le preguntó lo que necesitaba saber. “¡Zim! ¡Zum!… ¡Clic-up-clac-ssss…! Sobre la pantalla aparecieron unas palabras y unos números. Habizal se aproximó para leerlas, agudizando la vista, porque a sus años ya no andaba muy bien con los ojos. —”Objeto metálico compuestos principalmente por hierro y aleaciones primitivas…” —susurró despacio—. Hum, sí, parece buena cosa —siguió leyendo—: “No hay vida en su interior. Mantiene rumbo constante 7705 en cuadrante 3…”. Se apartó de la pantalla y sonrió. Luego dejó caer su puño derecho sobre la palma de su mano izquierda, abierta. Acto seguido trenzó unos ridículos pasos de baile, achacosos y poco flexibles. —Recuerda la tos… Recuerda la tos —se oyó una voz que provenía de un pequeño sistema—. Presión subiendo a 0.9 puntos… —¡Oh, cállate ya! —protestó Habizal dirigiéndose al sistema—. Después de todo, hacía mucho que no encontraba nada. El sistema emitió varios destellos, la mayoría rojizos, pero no agregó nada más. Habizal se colocó a los mandos de su vieja nave, tan vieja como él. Su mano derecha tecleó algo en el ordenador principal y sobre la pantalla fueron apareciendo los complicados cálculos hechos por la máquina. —Punto de intercepción a 0257 vector 73, coordenadas 192, 785 y 357 en cuadrante 3. Habizal asintió con la cabeza. Programó el nuevo rumbo y se sentó a los mandos de la nave, una inmensa bañera de carga que, en otros tiempos, fue un estupendo transporte, aunque ahora ya estuviese anticuado. Tras él se veía la bodega, casi vacía. Cada vez costaba más encontrar residuos por el espacio. Sujetos a las paredes de la bodega sólo había algunos desperdicios, lo poco que había podido recoger desde que saliera de su luna, Artal 7. Pedazos de hierro, restos de primitivas naves, rocas procedentes de algún asteroide formado exclusivamente por metales, un pequeño satélite de comunicaciones averiado y a la deriva… Por el momento esto último había sido lo mejor, ya que los instrumentos y los minerales preciosos de su estructura bien valdrían algo de dinero. —Esperemos que eso que acabo de detectar sea mejor —suspiró Habizal, el chatarrero del espacio. No tuvo que forzar su nave ni esperar demasiado. El objeto metálico volaba prácticamente a su encuentro. Cuanto más se acercaba a él, más información reunía en su computadora. Muy pronto, su imagen quedó nítidamente dibujada en la pantalla. De esta forma vio algo parecido a un satélite… pero sólo parecido. En cualquier caso, se trataba de un prototipo muy anticuado, probablemente construido por una de las muchas culturas primitivas diseminadas por el espacio. Era lo bastante grande como para llenar más de la mitad de su bodega y su velocidad tan ridícula que hasta dudó entre paralizarlo del todo para aproximarse o engullirlo con la boca móvil de su bodega. Escogió esto último. —Un buen pedazo de hierro, vaya que sí. Las prensadoras de metal me darán un buen pico por él. Tarareando una canción, manipuló el sistema para que hiciera la parte pesada y peligrosa del trabajo. Con los datos que le facilitaba, Habizal sólo tenía que dirigir las operaciones. Cuando la boca móvil de su bodega empezó a abrirse, el satélite o lo que fuera aquello ya era visible por el ventanal de aire seco, transparente, de su cabina de mando. En el mismo momento en que la presa fue engullida por la boca móvil, ésta comenzó a cerrarse. La falta de gravedad interior hizo que el satélite quedase quieto, hasta que, mansamente, guiado por los rayos situadores de la bodega, quedó asentado en el suelo. Habizal contempló su hallazgo. Tenía un cuerpo circular y cuatro formas planas a modo de aletas laterales compuestas de una materia que reflejaba las imágenes como si se tratase de un espejo. Carecía de cabina de mando y en la cola quedaba sólo lugar para los cohetes de propulsión. En el cuerpo vio un dibujo curioso, rectangular. O tal vez fueran unos signos incomprensibles para él. AMISTAD-1. Habizal se encogió de hombros. Abandonó el puente de mando de su destartalada nave y se dirigió a la bodega. Llevaba consigo su codificador manual, un aparatito imprescindible para viajar por el espacio. Servía para entender cualquier forma de vida o cualquier mensaje establecido por una mente inteligente. El codificador reunía en su memoria los indicios y, a una velocidad alucinante, establecía las pautas del sistema que hubiese elaborado el mensaje o aportaba datos lógicos con respecto a la naturaleza de cada opción. Se detuvo frente a la curiosa nave o satélite capturado y buscó una puerta. Al encontrar algo que se parecía a un acceso, aplicó sobre su estructura el codificador y ésta silbó un par de veces hasta dar con el mecanismo de apertura. Al instante la puerta se abrió. Habizal penetró en su interior. —Esto es casi de juguete —murmuró al ver los mecanismos, primitivos y anticuados. Se acercó al panel de mandos y situó el codificador junto a lo que parecía ser un ordenador de vuelo. Inmediatamente del sistema surgió un extraño sonido articulado, inequívocamente inteligente aunque incomprensible para él. En menos de cinco pequeños espacios de tiempo el codificador había logrado establecer su propio sistema de traducción en base a parámetros lógicos. De esta forma, Habizal escuchó en su lengua las siguientes palabras: —Nosotros, los Pueblos Unidos del planeta Tierra, perteneciente al Sistema Solar de la Vía Láctea según nuestras propia definición espacial, enviamos este mensaje de buena voluntad a los seres inteligentes de otros mundos que puedan encontrarnos en nuestro largo viaje por el espacio. Un mapa galáctico apareció en una pantalla. Habizal lo estudió. Localizó aquel planeta llamado Tierra y su sistema. Luego, la Vía Láctea. A pesar de todo, no supo reconocer a qué parte del Cosmos pertenecía. Dirigió de nuevo el haz de luz hacia la pantalla. Apareció en ella un gigantesco plano interestelar y, luego, por sucesivas ampliaciones, fue concretándose la zona de ubicación final. Una relación numérica acompañó la búsqueda de aquel punto, de manera que la distancia se hizo verdaderamente astronómica. —Esto es… extraordinario —suspiró Habizal—. ¡Esta máquina viene casi del otro lado del infinito! Paseó una mirada llena de admiración por aquel hallazgo. No sabía que pudiera existir vida inteligente tan lejos. Le llamó la atención una plaquita de metal. Su codificador interpretó las expresiones escritas del idioma terráqueo: “26 de julio de 1985 – AMISTAD-1”. —Esto puede haber sido enviado hace miles de millones de tiempos —exclamó. Se sentó y volvió a mirar la pantalla de la nave capturada, casi como una ventana abierta a su pasado. El sistema mostraba más información almacenada en sus circuitos. —Así es nuestro mundo. Así somos —dijo el traductor. Habizal abrió la boca. En la pantalla vio algo desconocido para él. Un paisaje fascinante. Una masa líquida bañando unas hermosas costas. Luego, como si la cámara volase, unos valles poblados por curiosas formas verdes, muy altas y flexibles. En otros valles había seres de colores… No, no eran seres. El codificador trataba de descifrar toda aquella información. —Lo largo y verde son árboles… Las cosas pequeñas y de colores se llaman flores… Esto es un mar y esto una montaña… Esto… Surgían nombres extraños, Muralla China, Gran Cañón del Colorado, Iguaçu, Pirámides, Montserrat… Imágenes, muchas imágenes. El codificador enloquecía, pero más lo hacía Habizal. ¿Qué clase de mundo era aquel? ¿Era posible que en el Cosmos existiese algo tan bello? Nuevas imágenes, un conjunto de rectángulos que se levantaban hacia el cielo azul. Primero de día. Luego de noche. Por miles de ojos surgían luces. El codificador dijo: —Ciudad terráquea: Nueva York. La pantalla era una ventana abierta a lo extraordinario. Nuevas ciudades, cintas por las que se movían objetos sobre cuatro patas redondas y también otros verticales, ¡como él mismo! —Calles, coches, seres humanos. Los moradores de la Tierra. Eran muy parecidos a él, en efecto, aunque quizás un poco más altos. Tenían algo extravagante en la cabeza, unos filamentos… —Cabello —dijo el codificador. Los estudió más detenidamente, tan absorto como perplejo. Sus extremidades concluían en cinco dedos. ¡Cinco, incomodísimo! Pero no sólo se interesó por los humanos. En la Tierra, al parecer, había más especies animales que el codificador bautizó con otros nombres, perros, ballenas, tigres, águilas. El tiempo dejó de tener validez para Habizal. El sistema le tradujo todo cuanto había en la nave y aprendió los varios idiomas de aquel planeta y muchas de sus costumbres, sus formas de vida, su historia. Tan distintos entre sí, tan parecidos, tan variados, pero todos viviendo en aquella pequeña casa común. Lo de las lenguas era tan increíble… ¿Para qué querían tantas? Cuanto más observaba aquellos registros, más fascinado se sentía. Finalmente surgieron unos sonidos muy armoniosos. Música. La habían creado artistas de nombres distintos, Wagner, Mahler, Mozart, Beethoven, Stravinsky, The Beatles… Cuando todo terminó, Habizal volvió a verlo y a escucharlo una segunda vez, y más tarde una tercera, para estudiar más a fondo los detalles. Y luego se olvidó de comer. Y de su trabajo. Y del tiempo. Una tras otra, vio siete veces aquellas imágenes. Al concluir la última se dio cuenta de que… estaba llorando. Habizal pensó en su mundo sintético, tan oscuro, tan estéril, y en los otros mundos que ya conocía a través de su vida en las estrellas. Creía que algunos eran, incluso, bellos. Pero ahora que había visto la Tierra… Las lágrimas resbalaron por sus tres diminutos ojos y fueron a caer sobre su única pierna. Miró el número de muchas cifras que indicaba el codificador. Una distancia imposible de cubrir aunque viviese mil tiempos más como el suyo. Así que la Tierra no era más que un sueño, y aquella nave el mensaje de una cultura que jamás conocería, aunque ahora, por lo menos, ya sabía de su existencia. Habizal miró la nave sintiendo una fuerte aprensión. Valía mucho como chatarra. Pero valía más como… —No seas tonto —se dijo—. Las prensadoras de metal me daran un buen precio por ella, y los archivos puedo venderlos a coleccionistas… No siguió hablando y cerró los ojos. ¿Cómo podía destruir aquello? ¿Cómo inutilizar una ilusión, una esperanza, un camino? Tal vez en su largo viaje la AMISTAD-1 encontrase un día a una cultura galáctica capaz de cubrir aquella distancia en un abrir y cerrar de ojos. ¡Se necesitaban emociones para comprender su significado! Y había tan pocas emociones en Artal-7. Habizal acarició con los diez dedos de sus extremidades la placa que indicaba el nombre de la nave y aquella fecha. —Vienes de tan lejos… y te queda tanto por recorrer. Entonces comprendió la verdad. Sonrió. Era un simple chatarrero del espacio. Pero tenía algo que compartía con los seres de la Tierra: las emociones. Emociones y sentimientos. Acto seguido, Habizal respiró profundamente y, guiado por un impulso irrefrenable, se levantó y recogió su codificador manual. Salió de la nave y la cerró, sellándola de nuevo. En un instante volvía a estar en la cabina de mando de su transporte recolector de basura espacial. desde allí miró por última vez a la AMISTAD-1. Entonces accionó el pulsador que abría la inmensa boca de su bodega de carga, desactivó los rayos sujetadores y realizó una maniobra de separación y alejamiento una vez su presa quedó libre. El satélite flotó de nuevo por el Cosmos, con los motores activados para continuar con su largo viaje a través de las galaxias, manteniendo la misma velocidad y rumbo. Sólo había hecho un pequeño alto en su camino. La primitiva AMISTAD-1 continuó con su eterno viaje hacia el infinito, con su mensaje de paz y amor. Habizal la vio alejarse con una densa opresión en el pecho, y también con rabia, miedo, pesar, ternura… —Adiós, amigos —susurró. Después de todo, tenía suerte. Había podido conocerlos. El negocio, la posibilidad de haberse hecho rico, eran cosas menores, nada importantes en comparación con lo que hubiese destruido. No era más que un chatarrero, muy poquita cosa, y algún día desaparecería sin dejar rastro, mientras que aquel mundo, la Tierra, la perla del Cosmos, estaría esperando a quienes su nave se encontrase y fuesen capaces de establecer contacto con ella. Algo que los habitantes de Artal-7 estaban lejos de tener a su alcance. —Suerte —despidió al satélite. Y lentamente manipuló los sistemas de su gran carguero para seguir buscando desperdicios mientras la AMISTAD-1 desaparecía por el infinito poblado de luces frías.

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